Cogí mi botella y me fui al dormitorio. Me quité los calzones y me eché en la cama. Nada estaba en armonía. La gente sólo abrazaba a ciegas lo que se le pusiese delante: comunismo, comida natural, zen, surfing, ballet, hipnotismo, terapia de grupo, orgías, paseos en bicicleta, hierbas, catolicismo, adelgazamiento, viajes, psicodelia, vegetarianismo, la India, pintar, escribir, esculpir, componer, conducir, yoga, copular, apostar, beber, andar por ahí, yogurt helado, Beethoven, Bach, Buda, Cristo, jugo de zanahorias, suicidio, trajes hechos a mano, viajes en jet, Nueva York, y de repente todo ello se evaporaba y se perdía. La gente tenía que encontrar cosas que hacer mientras esperaba la muerte. Supongo que estaba bien poder elegir.
—¿Qué piensas de las mujeres? —preguntó ella.
—No soy un pensador. Cada mujer es diferente. Básicamente parece que sean una combinación de lo mejor y lo peor, lo mágico y lo terrible. Estoy contento de que existan, de todas maneras.
—¿Cómo las tratas?
—Son- mejores conmigo que yo con ellas.
—¿Piensas que eso está bien?
—No está bien, pero así es.
—Eres honesto.
—No mucho.
—Después de que compre esos trajes mañana, quiero probármelos. Tú puedes decirme el que más te gusta.
—Claro. Pero a mí me gusta el típico traje largo. Con clase.
—Compro de todos tipos.
—Yo no compro ropa hasta que se me cae en pedazos.
—Tu forma de vida es diferente.
—Liza, después de esta copa me voy a la cama. ¿Te parece bien?
—Por supuesto.
Yo siempre disfrutaba más estando en casas de mujeres que cuando ellas estaban en mi casa. Cuando estaba en sus casas siempre me podía marchar.
Después de comer fuimos a dar una vuelta por el muelle del Pescador. Liza llevaba su coche con mucha cautela. Me ponía nervioso. Se paraba en un cruce y miraba en ambas direcciones. Aunque no viniese nadie se quedaba allí parada. Yo esperaba.
—Liza, mierda, vamos. No viene nadie.
Entonces arrancaba. Así ocurría siempre con la gente. Cuanto más la conocías, más conocías sus excentricidades. Algunas veces sus excentricidades eran divertidas, al principio.
—Las mujeres son muy parecidas —le dije—. Cuando preguntaron a. Richard Burton qué era lo primero que él miraba en una mujer, respondió: «Que tenga más de 30 años».
Mujeres: me gustaban los colores de sus ropas, su manera de andar, la crueldad de algunos rostros, de vez en cuando la belleza casi pura de una cara, total y encantadoramente femenina. Estaban por encima de nosotros, planeaban mejor y se organizaban mejor. Mientras los hombres veían el fútbol o bebían cerveza o jugaban a los bolos, ellas, las mujeres, pensaban en nosotros, concentrándose, estudiando, decidiendo, si aceptarnos, descartarnos, cambiarnos, matarnos o simplemente abandonarnos. Al final no importaba, hicieran lo que hicieran, acabábamos locos y solos.
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